Amigos y amigas de Púrpura Chess.
No hace mucho tiempo me encontré por casualidad con este artículo del
siempre controvertido periodista/escritor Arturo Pérez Reverte, al que supongo
todos y todas conoceréis de sobra.
Aunque alguno de sus libros sí me agradó en su momento, nunca fue este
sujeto santo de mi devoción, ni mucho menos; no coincido con gran parte de sus
opiniones y todavía menos lo hago con las maneras que emplea a la hora de
expresarlas. Sin embargo, en esta ocasión quedé francamente sorprendido ante
sus palabras, palabras dirigidas hacia nosotros, amantes del Heavy Metal, en
exclusiva. No sé vosotros, pero si hay algo con lo que jamás habría relacionado
a este buen señor es con nuestro amado género.
Dado que el enfoque del artículo se funde directamente con el objeto y
fundamento de la presente sección, me pareció muy interesante compartirlo con
vosotros. Eso, sí, prefiero no dejaros mi opinión al respecto por adelantado,
más que nada por aquello del no influenciar.
Leed y juzgad por vosotros mismos.
Corsés góticos y cascos de walkiria.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 16/12/2007
No soy muy aficionado a la música, excepto cuando una canción -copla,
tango, bolero, corrido, cierta clase de jazz- cuenta historias. Tampoco me
enganchó nunca la música metal. Me refiero a la que llamamos heavy o jevi
aunque no siempre lo sea, pues esta, que fue origen de aquella, es hoy un
subestilo más. Siempre recelé de los decibelios a tope, las guitarras
atronadoras y las voces que exigen esfuerzo para enterarse de qué van. Las
bases rítmicas, el intríngulis de los bajos y las cuerdas metaleros, escapan a
mi oído poco selectivo. Salvo algunas excepciones, tales composiciones y letras
me parecieron siempre ruido marginal y ganas de dar por saco, con toda esa
parafernalia porculizante de Satán, churris, motos y puta sociedad. Incluidas,
cuando se metían en jardines ideológicos, demagogia de extrema izquierda y
subnormalidad profunda de extrema derecha. Etcétera.
Sin embargo, una cosa diré en mi descargo. De toda la vida me cayeron
mejor esos cenutrios largando escupitajos sobre todo cristo que los triunfitos
relamidos, clónicos y saltarines, tan rubios, morenos, rizados y relucientes
ellos, tan chochidesnatadas ellas, con sus megapijerías, sus exclusivas de tomate
y papel cuché, y toda esa chorrez envasada en plástico y al vacío. Al menos,
concluí siempre, los metaleros tienen rabia y tienen huevos, y aunque a veces
tengan la pinza suelta y hecha un carajal, este suele ser de cosas, ideas, fe o
cólera que les dan la brasa y los remueven, y no de cuántas plazas será el
garaje de la casa que comprarán en Miami cuando triunfen y puedan decir vacuas
gilipolleces en la tele como Ricky, como Paulina, como Enrique.
Pero de lo que quiero hablarles hoy es de música metal. Ocurre que en
los últimos tiempos -a la vejez, viruelas- he descubierto, con sorpresa, cosas
interesantes al respecto. Entre otras, que esa música se divide en innumerables
parcelas donde hay de todo: absurda bazofia analfabeta y composiciones dignas de
estudio y de respeto. Aunque parezca extraño y contradictorio, la palabra
cultura no es ajena a una parte de ese mundo. Si uno acerca la oreja entre la
maraña de voces confusas y guitarras atronadoras, a veces se tropieza con
letras que abundan en referencias literarias, históricas, mitológicas y
cinematográficas. Confieso que acabo de descubrir, asombrado, entre ese caos al
que llamamos música metal, a grupos que han visto buen cine y leído buenos
libros con pasión desaforada.
Ha sido un ejercicio apasionante rastrear, entre
estruendo de decibelios y voces a menudo desgarradas y confusas, historias que
van de las Térmópilas a Sarajevo o Bagdad, incluyendo las Cruzadas, la
conquista de América o Lepanto. Como es el caso, verbigracia, de Iron Maiden y
su Alexander the Great. La mitología -Virgin Steele, por ejemplo, y su
incursión en el mundo griego y precristiano- es otro punto fuerte metalero:
Mesopotamia, Egipto, La Ilíada y La Odisea, el mundo romano o el ciclo
artúrico. Ahí, los grupos escandinavos y anglosajones que cantan en inglés
copan la vanguardia desde hace tiempo; pero es de justicia reconocer una sólida
aportación española, con grupos que manejan eficazmente la fértil mitología de
su tierra: Asturias, País Vasco, Cataluña o Galicia. Tampoco el cine es ajeno
al asunto; las películas épicas, de terror o de ciencia ficción, La guerra de
las Galaxias, Blade Runner, Dune, las antiguas cintas de serie B, afloran por
todas partes en las letras metaleras. Lo mismo ocurre con la literatura, desde
El señor de los anillos hasta La isla del tesoro o El cantar del Cid. Todo es
posible, al cabo, en una música donde el Grupo Magma canta en el idioma oficial
del planeta Kobaia -que sólo ellos entienden, los jodíos- mientras otros lo
hacen en las lenguas de la Tierra Media. Donde Mago de Oz alude -La cruz de
Santiago- al capitán Alatriste y Avalanch a Don Pelayo. Donde los segovianos de
Lujuria lo mismo ironizan sobre la hipocresía de la Iglesia católica en
cuestiones sexuales que largan letras porno sobre Mozart y Salieri o relatan,
épicos, la revuelta comunera de Castilla. Y es que no se trata solo de
estrambóticos macarras, de rapados marginales y suburbanos, de pavas que cantan
ópera chunga con corsé gótico y casco de walkiria. Ahora sé -lamento no haberlo
sabido antes- que la música metal es también un mundo rico y fascinante, camino
inesperado por el que muchos jóvenes españoles se arriman hoy a la cultura que
tanto imbécil oficial les niega. El grupo riojano Tierra Santa es un ejemplo
obvio: su balada sobre el poema La canción del Pirata consiguió lo que treinta
años de reformas presuntamente educativas no han conseguido en este país de
ministros basura. Que, en sus conciertos, miles de jóvenes reciten a voz en
grito a Espronceda, sin saltarse una coma.